—Uno quiere meter un gol de cabecita y la
pelota sale volando. Parece pájaro por lo liviana.
—Mejor
–le dijo el papá–, así no te aturdes la cabeza.
Y le
hizo un gesto con los dedos para que callara porque quería oír la radio. En el
último mes, desde que las calles se llenaron de militares, Pedro había notado
que todas las Noches el papá se sentaba en su sillón preferido, levantaba la
antena del aparato verde y oía con atención noticias que llegaban desde muy
lejos. A veces venían amigos que se tendían en el suelo, fumaban como chimeneas
y ponían las orejas cerca del receptor.
Pedro
le preguntó a su mamá:
—¿Por
qué siempre oyen esa radio llena de ruidos?
—Porque
es interesante lo que dice.
—¿Qué
dice?
—Cosas
sobre nosotros, sobre nuestro país.
—¿Qué
cosas?
—Cosas
que pasan.
—¿Y
por qué se oye tan mal?
—La
voz viene de muy lejos.
Y
Pedro se asomaba soñoliento a la ventana tratando de adivinar por cuál de los
cerros lejanos se filtraría la voz de la radio.
En
octubre, Pedro fue la estrella de los partidos de fútbol del barrio. Jugaba en
una calle de grandes árboles y correr bajo su sombra era casi tan delicioso
como nada en el río en verano. Pedro sentía que las hojas susurrantes eran un
estadio techado que lo ovacionaba cuando recibía un pase preciso de Daniel, el
hijo del almacenero, se filtraba como Pelé entre los grandotes de la defensa y
chuteaba directo al arco para meter el gol.
—¡Gol
–gritaba Pedro y corría a abrazar a todos los de su equipo que lo levantaban
por los aires porque, a pesar de que Pedro ya tenía nueve años, era pequeño y
liviano.
Por
eso todos lo llamaban “chico”.
—¿Por
qué eres tan chiquito? –le decían a veces para fastidiarlo. —Porque mi papá es
chiquito y mi mamá es chiquita.
—Y
seguramente también tu abuelo y tu abuela porque eres requetechiquito.
—Soy bajo, pero inteligente y rápido; en
cambio tú, lo único que tienes rápido es la lengua.
Un
día, Pedro inició un veloz avance por el flanco izquierdo donde habría estado
el banderín del corner si ésa fuera una cancha de verdad y no la calle
entierrada del barrio. Llegó frente a Daniel que estaba de arquero, simuló con
la cintura que avanzaba, pisó el balón hasta dormirlo en sus pies, lo levantó
sobre el cuerpo de Daniel que se había lanzado antes y suavemente lo hizo rodar
entre las dos piedras que marcaban el arco.
—Gol!
–gritó Pedro y corrió hacia el centro de la cancha esperando el abrazo de sus
compañeros. Pero esta vez nadie se movió. Estaban todos clavados mirando hacia
el almacén.
Algunas ventanas se abrieron. Se asomó gente con los ojos pendientes de la esquina.
Otras puertas, sin embargo, se cerraron de golpe. Entonces Pedro vio que al padre de Daniel se lo llevaban dos hombres, arrastrándolo, mientras un piquete de soldados lo apuntaba con metralletas. Cuando Daniel quiso acercársele, uno de los hombres lo contuvo poniéndole la mano en el pecho.
—Tranquilo
-le dijo.
Don
Daniel miró a su hijo:
—Cuídame
bien el negocio.
Cuando
los hombres lo empujaban hacia el jeep, quiso llevarse una mano al bolsillo, y
de inmediato un soldado levantó su metralleta:
—¡Cuidado!
Don
Daniel dijo:
—Quería
entregarle las llaves al niño.
Uno de
los hombres le agarró el brazo:
—Yo lo
hago.
Palpó
los pantalones del detenido y allí donde se produjo un ruido metálico,
introdujo a mano y sacó las llaves. Daniel las recogió en el aire. El jeep
partió y las madres se precipitaron a la calle, agarraron a sus hijos del
cuello y los metieron en sus casas. Pedro se quedó cerca de Daniel en medio de
la polvareda que levantó el jeep al partir.
—¿Por
qué se lo llevaron?
—Daniel
hundió las manos en los bolsillos y apretó las llaves.
—Mi papá está contra la dictadura. Pedro ya
había escuchado eso de “contra la dictadura”. Lo decía la radio por las noches,
muchas veces. Pero no sabía muy bien qué quería decir.
—¿Qué
significa eso?
—Daniel
miró la calle vacía y le dijo como en secreto:
—Que
quieren que el país sea libre. Que se vayan los militares del gobierno.
—¿Y
por eso se los llevan presos? –preguntó Pedro.
—Yo
creo.
—¿Qué
vas a hacer?
—No
sé.
Un
vecino se acercó a Daniel y le pasó la mano por el pelo.
—Te
ayudo a cerrar –le dijo.
Pedro
se alejó pateando la pelota y como no había nadie en la calle con quien jugar,
corrió hasta la otra esquina a esperar el autobús que traería a su padre de
regreso del trabajo.
Cuando
llegó, Pedro lo abrazó y el papá se inclinó para darle un beso.
—¿No
ha vuelto aún tu mamá?
—No
–dijo Pedro.
—¿Jugaste
mucho?
—Un
poco.
Sintió
la mano de su papá que le tomaba la cabeza y la estrechaba con una caricia
sobre la camisa.
—Vinieron
unos soldados y se llevaron preso al papá de Daniel.
—Ya lo
sé –dijo el padre.
—¿Cómo
lo sabes?
—Me
avisaron por teléfono.
—Daniel
se quedó de dueño del almacén. A lo mejor ahora me regala caramelos
–dijo
Pedro.
—No
creo.
—Se lo
llevaron en un jeep como esos que salen en la películas.
El
padre no dijo nada. Respiró hondo y se quedó mirando con tristeza la calle. A
pesar de que era de día, sólo la atravesaban los hombres que volvían lentos de
sus trabajos.
—¿Tú
crees que saldrá en la televisión? –preguntó Pedro.
—¿Qué?
–preguntó el padre.
—Don
Daniel.
—No.
Antonio.
Esa
noche se sentaron los tres a cenar, y aunque nadie le ordenó que se callara,
Pedro no abrió la boca. Sus papas comían sin hablar. De pronto, la madre
comenzó a llorar, sin ruido.
—¿Por
qué está llorando mi mamá?
El
papá se fijó primero en Pedro y luego en ella y no contestó. La mamá dijo:
—No estoy llorando.
—¿Alguien
te hizo algo? –preguntó Pedro.
—No
–dijo ella.
Terminaron
de cenar en silencio y Pedro fue a ponerse su pijama. Cuando volvió a la sala,
sus papás estaban abrazados en el sillón con el oído muy cerca de la radio, que
emitía sonidos extraños, más confusos ahora por el poco volumen. Casi
adivinando que su papá se llevaría un dedo a la boca para que se callara, Pedro
preguntó rápido:
—Papá,
¿tú estás contra la dictadura?
El
hombre miró a su hijo, luego a su mujer, y en seguida ambos lo miraron a él.
Después bajó y subió lentamente la cabeza, asintiendo.
—¿También
te van a llevar preso?
—No
–dijo el padre.
—¿Cómo
lo sabes?
—Tú me
traes buena suerte, chico –sonrió. Pedro se apoyó en el marco de la puerta,
feliz de que no lo mandaran a acostarse como otras veces. Prestó atención a la
radio tratando de entender. Cuando la radio dijo: “la dictadura militar”, Pedro
sintió que todas las cosas que andaban sueltas en su cabeza se juntaban como un
rompecabezas.
—Papá
–preguntó entonces–, ¿yo también estoy contra la dictadura?
El
padre miró a su mujer como si la respuesta a esa pregunta estuviera escrita en
los ojos de ella. La mamá se rascó la mejilla con una cara divertida, y dijo:
—No se
puede decir.
—¿Por
qué no? —Los niños no están en contra de nada. Los niños son simplemente niños.
Los
niños de tu edad tienen que ir a la escuela, estudiar mucho, jugar y ser
cariñosos con sus padres.
Cada
vez que a Pedro le decían estas frases largas, se quedaba en silencio. Pero
esta vez, con los ojos fijos en la radio, respondió:
—Bueno,
pero si el papá de Daniel está preso, Daniel no va a poder ir más a la escuela.
—Acuéstate,
chico –dijo el papá.
Al día
siguiente, Pedro se comió dos panes con mermelada, se lavó la cara y se fue
corre que te vuela a la escuela para que no le anotaran un nuevo atraso. En el
camino, descubrió una cometa azul enredada en las ramas de un árbol, pero por
más que saltó y saltó no hubo caso.
Todavía
no terminaba de sonar ding-dong la campana, cuando la maestra entró, muy tiesa,
acompañada por un señor con uniforme militar, una medalla en el pecho, bigotes
grises y unos anteojos más negros que mugre en la rodilla.
La
maestra dijo:
—De
pie, niños, y bien derechitos.
Los
niños se levantaron. El militar sonreía con sus bigotes de cepillo de dientes
bajo los lentes negros.
—Buenos días, amiguitos –dijo–. Yo soy el capitán Romo y vengo de parte del Gobierno, es decir, del general Perdomo, para invitar a todos los niños de todos los grados de esta escuela a escribir una composición. El que escriba la más linda de todas recibirá, de la propia mano del general Perdomo, una medalla de oro y una cinta como ésta con los colores de la bandera. Y por supuesto, será el abanderado en el desfile de la Semana de la Patria. Puso las manos tras la espalda, se abrió de piernas con un salto y enderezó el cuello levantando un poco la barbilla.
—¡Atención!
¡Sentarse!
Los
muchachos obedecieron.
—Bien
–dijo el militar–. Saquen sus cuadernos... ¿Listos los cuadernos? ¡Bien! Saquen
lápiz... ¿Listos los lápices? ¡Anotar! Título de la composición: “Lo que hace
mi familia por las noches”... ¿Comprendido? Es decir, lo que hacen ustedes y
sus padres desde que llegan de la escuela y del trabajo. Los amigos que vienen.
Lo que conversan. Lo que comentan cuando ven la televisión. Cualquier cosa que
a ustedes se les ocurra libremente con toda libertad. ¿Ya? Uno, dos, tres:
¡comenzamos!
—¿Se
puede borrar, señor? –preguntó un niño.
—Sí
–dijo el capitán. —¿Se puede hacer con bolígrafo?
—Sí,
joven. ¡Cómo no!
—¿Se
puede hacer en hojas cuadriculadas, señor?
—Perfectamente.
—¿Cuánto
hay que escribir, señor?
—Dos o
tres páginas.
—¿Dos
o tres páginas?
–protestaron
los niños. —Bueno –corrigió el militar–, que sean una o dos. ¡A trabajar!
Los
niños se metieron el lápiz entre los dientes y comenzaron a mirar el techo a
ver si por un agujero caía volando sobre ellos el pajarito de la inspiración.
Pedro
estuvo mordiendo el lápiz, pero no le sacó ni una palabra. Se rascó el agujero
de la nariz y pegó debajo del escritorio un moquita que le salió por
casualidad. Juan, en el pupitre de al lado, estaba comiéndose las uñas, una por
una.
—¿Te
las comes? –preguntó Pedro.
—¿Qué?
–dijo Juan.
—Las
uñas.
—No.
Me las corto con los dientes y después las escupo. ¡Así! ¿Ves?
El
capitán se acercó por el pasillo y Pedro pudo ver cerca la dura hebilla dorada
de su cinturón.
—¿Y
ustedes, no trabajan?
—¿Y
tú? Sí, señor –dijo Juan, y a toda velocidad arrugó las cejas, sacó la lengua
entre los dientes y puso una gran “A” para comenzar la composición. Cuando el
capitán se fue hacia el pizarrón y se puso a hablar con la maestra, Pedro le
espió la hoja a Juan y preguntó:
—¿Qué
vas a poner?
—Cualquier
cosa. ¿Y tú?
—No sé
–dijo Pedro.
—¿Qué
hicieron tus papás ayer? –preguntó Juan.
—Lo
mismo de siempre. Llegaron, comieron, oyeron la radio y se acostaron.
—Igualito mi mamá.
—Mi
mamá se puso a llorar de repente –dijo Pedro.
—Las
mujeres se la pasan llorando.
—Yo
trato de no llorar nunca. Hace como un año que no lloro.
—Y si
te pego en el ojo y te lo pongo morado, ¿no lloras?
—¿Y
por qué me vas a hacer eso si soy tu amigo?
—Bueno,
es verdad.
Los
dos se metieron los lápices en la boca y miraron el bombillo apagado y las
sombrasen las paredes y sintieron la cabeza hueca como una alcancía. Pedro se
acercó a Juan y le susurró en la oreja:
—¿Tú
estás contra la dictadura?
Juan
vigiló la posición del capitán y se inclinó hacia Pedro:
—Claro,
pendejo.
Pedro
se apartó un poco y le guiñó un ojo, sonriendo. Luego, haciendo como que
escribía, volvió a hablarle:
—Pero
tú eres un niño...
–¿Y eso
qué importa?
—Mi
mamá me dijo que los niños... –comenzó a decir Pedro.
—Siempre
dicen eso... A mi papá se lo llevaron preso al norte.
—Igual
que al de Daniel.
—Ajá.
Igualito.
Pedro
miró la hoja en blanco y leyó lo que había escrito: “Lo que hace mi familia por
las noches”. Pedro Malbrán. Escuela Siria. Tercer Grado A.
—Juan,
si me gano la medalla, la vendo para comprarme una pelota de fútbol tamaño
cinco de cuero blanco con parches negros. Pedro mojó la punta del lápiz con un
poco de saliva, suspiró hondo y arrancó:
“Cuando
mi papá vuelve del trabajo…”.
Pasó
una semana, se cayó de puro viejo un árbol de la plaza, el camión de la basura
estuvo cinco días sin pasar y las moscas tropezaban en los ojos de la gente, se
casó Gustavo Martínez de la casa de enfrente y repartieron así unos pedazos de
torta a los vecinos, volvió el jeep y se llevaron preso al profesor
Manuel-Pedraza, el cura no quiso decir misa el domingo, en el muro de la escuela
apareció escrita la palabra “resistencia”, Daniel volvió a jugar fútbol y metió
un gol de chilena y otro de palomita, subieron de precio los helados y Matilde
Schepp, cuando cumplió nueve años, le pidió a Pedro que le diera un beso en la
boca.
—¡Estás
loca! –le gritó Pedro.
Después
que pasó esa semana, pasó todavía otra, y un día volvió al aula el militar
cargado de papeles, una bolsa de caramelos y un calendario con la foto de un
general.
—Mis
queridos amiguitos –les dijo–. Sus composiciones han sido muy lindas y nos han
alegrado mucho a los militares y en nombre de mis colegas y del general Perdomo
debo felicitarlos muy sinceramente. La medalla de oro no recayó en este curso,
sino en otro, en algún otro. Pero para premiar sus simpáticos trabajitos, les
daré a cada uno un caramelo, la composición con una notita y este calendario
con la foto del prócer.
Pedro
se comió el caramelo camino de su casa y esa noche, mientras cenaban, le contó
al papá:
—En la
escuela nos mandaron a hacer una composición. Mmm…. ¿Sobre qué? –preguntó el
papá comiendo la sopa.
—“Lo
que hace mi familia por las noches”.
El
papá dejó caer la cuchara sobre el plato y saltó una gota de sopa sobre el
mantel. Miró a la mamá.
—¿Y tú
qué escribiste, hijo? –preguntó la mamá.
Pedro
se levantó de la mesa y fue a buscar entre sus cuadernos.
—¿Quieren
que se las lea?
El
capitán me felicitó. Y les mostró donde el capitán había escrito con tinta
verde: “¡Bravo! ¡Te felicito!”
—El
capitán... ¿qué capitán? –gritó el papá.
—El que
nos mandó a hacer la composición.
Los
papás se volvieron a mirar y Pedro empezó a leer:
—“Escuela
Siria. Tercer Grado…”.
El
papá lo interrumpió: —Sí, está bien, pero lee directamente la composición,
¿quieres?
Y
mientras los padres escuchaban con mucha atención, Pedro leyó:
—“Cuando
mi papá vuelve del trabajo, yo voy a esperarlo al autobús. A veces, mi mamá
está en la casa y cuando llega mi papá le dice quiubo chico, cómo te fue hoy.
Bien le dice mi papá y a ti cómo te fue, aquí estamos le dice mi mamá. Entonces
yo salgo a jugar fútbol y me gusta meter goles de cabecita. Después viene mi
mamá y me dice ya Pedrito venga a comer y luego nos sentamos a la mesa y yo
siempre me como todo menos la sopa que no me gusta. Después todas las noches mi
papá y mi mamá se sientan en el sillón y juegan ajedrez y yo termino la tarea.
Y ellos siguen jugando ajedrez hasta que es la hora de irse a dormir. Y
después, después no puedo contar porque me quedo dormido.
Firmado:
Pedro Malbrán. Nota: si me dan un premio por la composición ojalá sea una
pelota de fútbol, pero no de plástico.”
Levantó
la mirada y se dio cuenta de que sus padres estaban sonriendo.
—Bueno —dijo el papá—, habrá que comprar un ajedrez, por si las moscas.
III Actividades:
1.¿De qué trata esta historia? Haz una reseña.
2. Sigue este enlace y haz su ficha literaria
3. ¿Qué es lo que Pedro no debía contar? ¿Por qué?
4. ¿Es correcta la decisión de Pedro de no decir la verdad en la tarea?
5. ¿En qué, exactamente, fue lo que Pedro mintió?
6. ¿Por qué el papá dijo que iba a comprar un ajedres¿z "por si las moscas".
7. Haz un dibujo de algún momento de esta historia.
8. Escribe una carta a Pedro comentándole tu opinión sobre su decisión.
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