(de Hefu, Helein González Reinhardt)
Recuerdo el día en que me dijiste que querías terminar. Habían pasado tantos días, tantas semanas y meses. Tantos años. Estabas frente a mí, a mi altura, por una vez en la vida. Nos mirábamos de frente, y tú con tu rostro severo… Dijiste mi nombre, y yo temía lo que iba a seguir después. Tenías una mueca en tu boca, tu boca hermosa. Empezaste a hablar, a explicarlo, evocaste aquellos años, meses, semanas y días. Yo me aferraba a la ilusión, no podía creer lo que estaba pasando. La sangre se me subió hasta la cabeza, me puse roja, mi corazón latía con angustia. Y me aferré, me aferré a tu cuello, te abracé fuerte y no fui capaz de articular palabra. Tú, por primera vez, no respondiste a mi abrazo. Tus brazos colgaban a cada lado de tu cuerpo, y yo incrédula, incrédula insistía en que había un hueco vacío en mi cintura, había un frío, algo faltaba en ese encuentro. Insistía en que esto era incorrecto, irreal, imposible. No quería llorar, pero estaba a punto. Te miré a los ojos con desesperación, tú también parecías estar sufriendo. Te besé con frenesí, tomé tu rostro entre mis manos, te abracé y acerqué todo lo que pude hacia mí. Tú no reaccionabas, más bien intentabas recobrar la distancia. No fui capaz de mirarte a los ojos. Pegué mi mejilla a la tuya y dije “no entiendo”. No entiendo, no entiendo. Decía que no entendía, mientras mi índice se deslizaba por tu cuello, mientras mis lágrimas se deslizaban por mis mejillas y mi pelo. No entiendo, y tomé tu mano. Tu mano tomó la mía, y percibí una fugaz esperanza. No entiendo, y seguía sin ser capaz de mirarte a los ojos. Apoyé mi frente en tu hombro, y empecé a sollozar desconsolada. Tus manos tomaron las mías y me dejaste llorar hasta que terminara. Cuando logré recobrar la compostura, te miré a la cara y seguías con la misma expresión. Nada en ti había cambiado, nada tras tu mirada.
Recuerdo el día en que me dijiste que querías terminar. Habían pasado tantos días, tantas semanas y meses. Tantos años. Estabas frente a mí, a mi altura, por una vez en la vida. Nos mirábamos de frente, y tú con tu rostro severo… Dijiste mi nombre, y yo temía lo que iba a seguir después. Tenías una mueca en tu boca, tu boca hermosa. Empezaste a hablar, a explicarlo, evocaste aquellos años, meses, semanas y días. Yo me aferraba a la ilusión, no podía creer lo que estaba pasando. La sangre se me subió hasta la cabeza, me puse roja, mi corazón latía con angustia. Y me aferré, me aferré a tu cuello, te abracé fuerte y no fui capaz de articular palabra. Tú, por primera vez, no respondiste a mi abrazo. Tus brazos colgaban a cada lado de tu cuerpo, y yo incrédula, incrédula insistía en que había un hueco vacío en mi cintura, había un frío, algo faltaba en ese encuentro. Insistía en que esto era incorrecto, irreal, imposible. No quería llorar, pero estaba a punto. Te miré a los ojos con desesperación, tú también parecías estar sufriendo. Te besé con frenesí, tomé tu rostro entre mis manos, te abracé y acerqué todo lo que pude hacia mí. Tú no reaccionabas, más bien intentabas recobrar la distancia. No fui capaz de mirarte a los ojos. Pegué mi mejilla a la tuya y dije “no entiendo”. No entiendo, no entiendo. Decía que no entendía, mientras mi índice se deslizaba por tu cuello, mientras mis lágrimas se deslizaban por mis mejillas y mi pelo. No entiendo, y tomé tu mano. Tu mano tomó la mía, y percibí una fugaz esperanza. No entiendo, y seguía sin ser capaz de mirarte a los ojos. Apoyé mi frente en tu hombro, y empecé a sollozar desconsolada. Tus manos tomaron las mías y me dejaste llorar hasta que terminara. Cuando logré recobrar la compostura, te miré a la cara y seguías con la misma expresión. Nada en ti había cambiado, nada tras tu mirada.
Y yo, yo ya
no podía ver más allá. No era como antes, que me abrías tus puertas, que
a través de mis ojos avanzaba por el túnel de los tuyos, y llegaba hasta lo
hondo, lo apacible, hasta el nido de tus emociones que yo acunaba con
todo mi amor.
Esta
vez no te reconocía. ¿Era que yo estaba muy alterada, o tú
estabas cambiado? El candado estaba puesto, y el dolor era frío como el
hielo cuando quema. Miré tu boca una última vez y vi que ya no era mía.
Pero el aroma
de tu ropa, el calor de tus brazos, tu voz… Cuando volviste a hablar
sentí que los
vellos de mi nuca se erizaban. Tu voz nunca cambiaría. Eras y no eras,
eres
y fuiste, serías y serás. Cuando retiraste mis brazos de tu cuello,
lentamente
y con respeto, sentí cómo un viento afilado cortaba el espacio tan
íntimo que
habíamos creado entre los dos. Sentí que ahora tu piel se encontraría
para
siempre a kilómetros de distancia. Sentí un desequilibrio, casi me
desmayaría.
Pero el llanto acalorado había apaciguado mi exaltación, y todo parecía
tener
una nitidez determinante. Casi planificada. El día en que dijiste que
querías
terminar, pareció que tus emociones se habían apagado mucho antes.
Quizás
lloraste en tu camino de retorno, quizás sólo sentiste lástima por mí. Y yo, yo sentí un vacío desolador.
El día en que me dejaste, yo también me fui, me fui lejos de la persona que me
enseñaste que era, me fui para buscarme de nuevo.
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